lunes, 8 de febrero de 2010

De por qué odio los análisis

Hoy fue una tarde muy parecida a las tardes en las que me llevaban al pediatra, hace masomenos 18-19- 20 años atrás. El clima es muy similar, nublado y húmedo con mucho tráfico por la zona centro. Las mismas calles por donde hoy busco departamentos para mudarme, las caminaba con mi mamá sospechando que yo estaría desarrollando un cuadro de apendicitis. Me dolía el estómago muy seguido, siempre fui una chica ansiosa y emotiva, por lo que cualquier tipo de pensamiento que entretejiera en mis ratos libres eran las causales de retorcijones insoportables que casi nunca concluían ni en caca ni en vómito; mas sí, en pedos. Pero mamá enumeraba un par de alternativas que nada tenían que ver con la gasificasión de mis tormentos - no tenía hermanos y mis padres estaban separados por lo que yo estaba conviertiéndome día a día en un monstruo blandito como las bolitas antistress, un material propicio para ser amasado, apretujado y uñado por manos sudadas- como ser: 1.- la ya nombrada apendicitis, 2.-hepatitis, 3.- colon irritable; sin tapujos rumiaba en mi presencia las posibilidades que me postrarían casi para siempre en el sitio de los hijos enfermos a los que hay que cuidar con perpetuidad y amor solemne. El hijo impedido por sí mismo para salir solo, presumir y amar - finalmente y siendo muy pornográfica para decirlo-.
Es casi indescriptible el terror que me invadía no sólo la panza -que siempre se me hinchaba, al igual que ahora 18-19- 20 años después- sino las sienes, las retinas, los oídos, las axilas en donde siempre supuse que tendría bultos y por lo cual me daba impresión meter los dedos, los pies, las manos que me temblaban al ponerme las zapatillas y la remera o la pollerita - que según yo, en aquel momento, quizás ya no habría de usar muchas veces más a causa de mi muerte inminente-. La sala de espera del médico era amplia y estaba pintada con la pintura más barata del mercado, esa gama verde hospitalario y esas guardas de machimbre de la mitad de la pared para abajo así los chicos no le pinten con crayón; pero claro, el doctor saade no era tan impiadoso como su cara sugería y para decorar eligió una secuencia de payasitos alegres en diferentes actos de amor y bondad al prójimo y también en flagrantes actos de sumisión hacia la autoridad. Un payaso descompuesto es llevado en brazos por su mamá payasa al doctor, el doctor lo acuesta en una camilla y le pone un termómetro en la boca, el payasito vuela de fiebre, tanto, que rompe el termómetro, entonces el payaso doctor le pone en la boca un jarabe rojo y en la próxima escena el payasito se ve fresco y exultante volviendo con su mamá payasa a la casa y saludando al doctor que con un estetoscopio levanta la mano en señal de salud hacia la pequeña familia que se aleja entre unos prados. El segundo cuadro es un payasito que no quiere vacunarse por nada del mundo, el payasito opone resistencia a la coacción de la mamá payasa que se enoja y lo señala con un dedo índice como amenazándolo, luego entra en cuadro una enfermera - también payasa- empuñando una jeringa y con el otro brazo en jarra. Sucede que se avivan las dos mujeres y por un lado la mamá payasa le muestra un chupetín al payasito y cuando el payasito se ve concentrado por el dulce que tiene ante sus ojos, la enfermera lo vacuna.
El medico sale del consultorio y llama a mi mamá con el apellido de mi papá, mi mamá sonríe y hace un chiste corto acerca de las señoras que siguen usando el apellido de divorciadas. Yo pienso un rato en eso y me duele, pero más me embarga la preocupación de mi diagnóstico ¿tendré hepatitis? ¿me operarán? ¿moriré? ¿qué tipo de hija enferma seré dentro de media hora?. El médico me punza con los dedos sobre diferentes áreas del estómago, hace que levante la pierna derecha, me pregunta si me duele; no me duele, bien, intenta meterme una cuchachara de metal helado entre mi campanita y mi lengua, me niego, me dan arcadas, entonces prueba con otra del material de los palitos de helado, hago arcadas, mi mamá me sujeta, emulo inminente vómito, logro vencer al medico que me pide que abra lo más grande que pueda y no tengo nada en la garganta. Le dice que no es apendicitis ni mucho menos colon irritable o hepatitis, me da una dieta y me prohibe bajo palabra de honor la ingesta de coca cola. Reta a mi mamá, le pregunta porqué me deja tomar tanta coca, que eso hincha y engorda, que si hiciera la prueba de darme agua durante dos semanas ya vería que todo sería diferente. Nos vamos, tengo un alivio relativo -no voy a morir- pero mi mamá sospecha que si sigo así en cualquier momento me van a tener que operar y que la anestesia es peligrosa.

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